La Habana.- NO SE puede confeccionar una lista de los mejores porteros de la historia del fútbol en Cuba sin colocar el nombre de Máximo Iznaga.
No importa el lugar que tenga para cada cual, siempre aparece entre los arqueros más reconocidos de todos los tiempos, en gran medida por los resultados de un carácter análogo a su fortaleza física.
Llegó tarde al fútbol, a pesar de que lo practicaba desde niño. Un talento especial le hizo triunfar primero en otros deportes como el polo acuático, el balonmano y el remo.
Pasados los 15 años de edad decidió pasarse al fútbol definitivamente, el deporte que verdaderamente le apasiona. No demoró en triunfar, aunque la portería debió esperar.
«Empecé como defensor central, pero por la ausencia de un compañero tomé ese lugar momentáneamente. Salió bien y a partir de ahí me quedé bajo los palos», recuerda con la pasión de encontrarse con una novia del pasado.
Iznaga, hay que decirlo, no cabe en la denominación de arquero únicamente, sino que desborda su esencia y encaja justo en la definición de atleta por excelencia.
No puede circunscribirse su paso por el deporte únicamente al fútbol y así lo cuenta: «practiqué varios deportes con determinado éxito. Fui campeón en la categoría 11-12 años y luego alcancé medalla de plata en 15-16 en remo, en la modalidad de doble par».
Además practicó balonmano, pero jamás cuidó el arco ahí, salvo en alguna ocasión puntual por necesidad. Ese mismo fenómeno impredecible le hizo jugar bajo palos en su Ciunfuegos natal.
Enamorarse de esa posición no tardó mucho. Lo verdaderamente costoso para él, según reconoce, resultó rendir al máximo nivel teniendo en cuenta que el metro y 75 centímetros de estatura que exhibe no lo coloca entre los guardametas más espigados.
«A mí se me señalaba por ser bajito, por eso tenía que suplir con esfuerzo lo que no me dió la naturaleza. Entrenarme era una obsesión y un deber en mis ansias de mejorar siempre», reconoce.
Recuerda con añoranza los tiempos en que Victoria, su madre, le alertaba temerosa de que tumbara una de las paredes de la casa, de tanto rebotar el balón para ganar en reflejos.
«Me entrenaba todo el tiempo. Adapté un chaleco de plomo para poder entrenarme, incluso lanzándome. También ponía plomadas en mis tobillos y ejercitaba los saltos sin parar sobre un banco hasta las 400 repeticiones, para llegar más alto de lo que mi estatura permitía».
Odilio Vázquez comenzó a pulir el talento de Máximo, quien se entrenaba siempre con un referente como el soviético Rinat Dasáyev y la admiración al cubano José Francisco Reynoso, según confiesa.
Así llegó al máximo nivel del fútbol cubano y se coronó campeón en 1985, título que repitió en 1990 con galardón incluído de mejor portero del campeonato.
Su talento pronto le llevó a la selección nacional y con apenas 21 años de edad ganó la medalla de bronce en los Juegos Centroamericanos y del Caribe de La Habana 1982, asumiendo rol fundamental en la discusión de la medalla tras sustituir al lesionado Calixto Martínez, el portero regular.
Cuatro años después alcanzó el título en los juegos centrocaribeños celebrados en Santiago de los Caballeros, lo que dió paso a una extensa carrera por las distintas selecciones nacionales.
Distinguible por su liderazgo, podía escuchársele dando indicaciones a sus compañeros desde el fondo… «Ahí radicaba mi mejor cualidad, yo guiaba al equipo, hablaba los 90 minutos porque el gol empiezas a evitarlo antes de que te disparen», asegura.
Su máximo esplendor lo alcanzó en la temporada de 1990. De esa época guarda su mayor alegría… «Quedamos campeones con Cienfuegos en la liga nacional y gané el premio a mejor portero. Ese fue el momento más feliz de mi carrera».
«Por suerte me tocaron momentos buenos en el fútbol y recuperarme de algunos no tan positivos. Recuerdo la decepción de 1982, cuando bastaba con empatar ante Ciego de Ávila para salir campeones y terminamos perdiendo», relata apretando los labios como si todavía doliera.
«El fútbol se trata de soñar, quien no sueñe con el éxito no tiene posibilidad de lograrlo. A veces nos toca reponernos de situaciones que nos hacen pensar que no será posible. En ocasiones me equivoqué y eso costó algún gol, pero lejos de achicarme entre lamentos salía y gritaba con más fuerza y seguía orientando a mis compañeros», sentencia.
Eso sí, recuerda que los triunfos y los errores no se celebran… «Antes perdíamos y no comíamos, no había risas en el autobús. Esas costumbres han cambiado, aunque trato de que mis alumnos sientan que la afición merece respeto».
Luego de colgar los guantes como atleta se dedicó a entrenar porque no se imagina lejos del fútbol. Su conocimiento en el arte de evitar los goles le llevó otra vez a la selección nacional, pero como entrenador.
Ahí ha laborado durante años con un breve periplo por el futsal, en que incluso asistió a un certamen mundial con la selección cubana.
Habla mucho con sus alumnos y se preocupa porque estén preparados. Considera que la profesión de portero requiere de antemano enamorarse de esa.
«Es muy difícil y poco reconocida la labor del portero y nuestros errores siempre cuestan. No es precisamente un portero el más valorado o el más popular, por eso los que cuidamos el arco nos enamoramos de hacerlo», comenta.
Entonces, sabiendo que Máximo Iznaga es un hombre de éxitos y que visualiza metas por difíciles que parezca, resulta oportuno saber con qué sueña y la respuesta llega rauda, podría decirse que preconcebida: «sueño con clasificar a la copa mundial de 2026».